Después de la última Glaciación, hace 15.000 años, Europa fue invadida por bosques de robles y avellanos y desde entonces, han acompañado al ser humano, desde que era Homo sapiens neanderthalensis y Homo sapiens sapiens.
También en Galicia el Holoceno comienza con una fuerte expansión del robledal, tras un breve aumento del abedular y la progresiva desaparición del pinar. El robledal continúa su expansión durante el Boreal alcanzando su máximo 8.350 (AP= Antes del Presente). Los avellanos (Coryllus spp) comienzan su expansión 8.800 AP, seguido por los alisos y olmos (Alnus spp, y Ulmus spp, 7.500 AP). Durante el Subboreal se produce una disminución del polen arbóreo y los castaños (Castanea spp) aparecen de forma regular en Laguna Lucenza (4.075±75 AP), con lo que su aparición en Galicia relacionada con la romanización queda descartada. (Más información en: http://es.scribd.com/doc/49668389/2-Tema-monogr)
La noticia más completa sobre el aprovechamiento de la bellota como un recurso alimenticio por las comunidades prerromanas peninsulares en el pasado procede de Estrabón que en el libro III de su Geografía dedicado a Iberia comenta:
"En las tres cuartas partes del año los montañeses no se nutren sino de bellotas, que secas y trituradas se muelen para hacer pan, el cual puede guardarse durante mucho tiempo”.
Este aprovechamiento de las bellotas como alimento por parte de los pueblos prerromanos peninsulares durante la 2ª Edad del Hierro también nos lo describe otro autor latino como Plinio el Viejo ”Es cosa cierta que aún hoy día la bellota constituye una riqueza para muchos pueblos hasta en tiempos de paz. Habiendo escasez de cereales se secan las bellotas, se las monda, se amasa la harina en forma de pan. Actualmente incluso en las Hispanias la bellota figura entre los postres. Tostada entre cenizas es más dulce”.
2ª Edad del Hierro
Durante este período en el que emergen y se desarrollan las distintas etnias que van a configurar los pueblos prerromanos peninsulares el volumen de datos e interpretaciones sobre el aprovechamiento alimenticio por estas comunidades aumenta de manera significativa. Este panorama se debe en parte a la cercanía cronológica entre las referencias de las fuentes clásicas sobre el consumo de bellotas por parte de los pueblos del Norte, Oeste e interior de la Península, y las evidencias arqueológicas de dichas culturas.
Entre estas culturas destaca la que los investigadores denominan “Castreña” con un área de dispersión que comprende las actuales comunidades de Cantabria, Asturias, Galicia y Portugal hasta el valle del Tajo, y caracterizada por su patrón de asentamiento en el territorio, sus asentamientos fortificados con fosos, terraplenes y murallas y su organización urbanística en grupos de estructuras de planta oval y circular que engloban casa, almacén taller y establo. En los trabajos de síntesis sobre estos pueblos y a partir de las noticias de Estrabón, se señala que tanto la bellota como la castaña van a constituir un elemento básico en la alimentación humana que va a perdurar en épocas históricas hasta prácticamente nuestros días.
Hoy el cereal, el trigo para el consumo directo, y el maíz y la cebada para el indirecto, una vez convertidos en productos cárnicos y en lácteos, son componentes esenciales de la dieta en Occidente. Llama la atención que una especie tan problemática como el trigo (aunque se tiene por el panificable más nutritivo lo cierto es que esquilma los suelos y tiene rendimientos relativamente bajos) se haya elevado a efectos edáficos menos funestos; de la prolífica cebada, bastante panificada en la Alta la categoría de cereal estrella, por encima del centeno, que es muy alimenticio y de Edad Media, y de la modesta avena, junto con la escanda y el mijo, consumidos por los seres humanos desde hace milenios en la península Ibérica. Fueron, sin duda, motivos políticos y de cosmovisión, no nutricionales, los que auparon al trigo, primero demandado por ser el alimento por excelencia de las legiones romanas, después de los ejércitos permanentes y las Armadas, luego tomado por las clases altas para distinguirse de la plebe, y finalmente exigido por los modestos para asemejarse, en su dieta, a los poderhabientes.
Estrabón informa que los pueblos peninsulares prerromanos “las tres cuartas partes del año... no se nutren sino de bellotas, que secas y trituradas se muelen para hacer pan, que puede guardarse durante mucho tiempo”, información corroborada por otro autor latino, Plinio, quien aporta que las bellotas se consumían panificadas, pero también tostadas entre cenizas y de otras maneras.
Una confirmación arqueológica de tales aserciones se da a conocer en “Molienda y economía doméstica en Numancia”, A. Checa y otros, en “IV Simposio sobre los Celtíberos. Economía”. F. Burillo (Coord.). En la ciudad heroica la mitad de los molinos de mano encontrados se destinaban a la preparación de harina de bellota, pero ésta, muy probablemente, se consumía también cruda, cocida y asada. El territorio de este pueblo es descrito por los autores clásicos, Apiano y Tito Livio, como muy boscoso (cuando hoy padece de una falta de arbolado tremenda), y el mismo Estrabón informa que los celtíberos eran “numerosos y ricos” a pesar de vivir en un país “pobre”, esto es, montañoso y frío. Tal se debe, indudablemente, a que gracias a su dieta en gran medida arbórea mantenían en buenas condiciones el medio ambiente, el clima y los suelos agrícolas. En efecto, conocían la agricultura (la mitad de sus molinos de mano molturaban grano), hacían cerveza de cereal y algunos de sus cultivos frutícolas se hicieron famosos, tanto como sus ganados, en particular los caballos y el vacuno. Además, eran unos metalúrgicos fabulosos.
Demográficamente fueron potentes, como lo prueba, primero, que durante más de cien años mantuvieran sin decaer el choque con el aparato militar romano, al que infringieron pérdidas humanas cuantiosas y, segundo, que la investigación arqueológica evidencie que sus poblaciones eran muchas y populosas. La Celtiberia es, en definitiva, un caso concreto que refuta el mito interesado de que sólo la agricultura puede alimentar a sociedades con una alta densidad demográfica.
El medioevo ha legado varios ejemplos iconográficos del aprovechamiento de la bellota. Uno se encuentra en una arquivolta de la magnífica portada de la iglesia románica concejil de San Esteban Protomártir de Hormaza (Burgos), erigida hacia el año 1200. En su mensuario, el mes de noviembre representa la recolección de la bellota, mientras que julio y agosto muestran la siega y el acarreo del cereal, lo que pone de manifiesto un sensato y equilibrado régimen alimenticio popular fundamentado en la combinación de recolección y cultivo. Otra expresión concreta se halla en la hoy ermita románica, también concejil, de San Pelayo, en Perazancas (Palencia), de finales del siglo XI, edificio con interesantes restos del arte de repoblación. En su interior ostenta un excelente, aunque deficientemente conservado, conjunto pictórico que, en el friso inferior, contiene escenas de quehaceres rurales, como parte de lo que fue un mensuario. En él, octubre queda plasmado por la recogida de la bellota, mientras que otros meses están dedicados a las labores del cereal y a la vendimia, o al aprovechamiento de las plantas no cultivadas.
Los fueros municipales, expresión escrita del derecho consuetudinario de creación popular, otorgan protección jurídica al arbolado y los bosques. Un ejemplo de ello es el de Salamanca (la copia que ha llegado a nosotros es de la segunda mitad del siglo XIII pero lo esencial de su contenido es anterior, de los siglos XI-XII), que defiende “todos arbores que fructo levan de comer”, entre los que cita los castaños, las encinas y los robles (título LXXXI), aserción de una gran importancia, pues se refiere a la alimentación frutícola humana, con la bellota del roble dentro de este rubro.
En ese y otros títulos el fuero prohíbe descortezar, cortar y quemar los árboles. Tales mandatos se encuentran también en otros fueros municipales y cartas de población, cuyo análisis se realiza en “La protección ecológica en la Castilla bajomedieval”, María Jesús Torquemada. La ya definitiva derogación de la soberanía municipal y, por tanto, de la legislación foral, por la revolución liberal y constitucional estableció las condiciones jurídicas para la destrucción a descomunal escala de nuestros bosques, desde 1812 hasta el presente, dado que el progresismo, por su propia naturaleza, no es proteccionista sino devastador.
Una explícita exposición de la centralidad de la bellota en la alimentación humana en el siglo XVI lo proporciona la referencia a Las Mesas (Cuenca) que se encuentra en el conocido documento, de intención fiscal, “Relaciones históricogeográficas de los pueblos de España”, elaborado en el último tercio de la citada centuria. Sobre aquella población conquense informa que posee un encinar tan productivo que algunos años toda ella se alimenta principalmente de la bellota, además de servir para cebar sus ganados. Puntualiza que algunos vecinos cogían hasta “treinta fanegas”, con las que hacían “migas de bellota y otros géneros de guisados”, que gracias a dicho monte el pueblo no se había despoblado en los años malos y que su vecindario lo apreciaba tanto que adujo que “merecía estar cercado y torreado como castillo”, para que quedase bien guardado7. Éste es un caso que muestra que las comunidades rurales se hacían autónomas y libres a través del arbolado (mucho menos sensible que el cereal a los desastres climáticos, en particular a la sequía, y a las plagas), por lo que el aparato institucional, para someterlas, necesitaba despojarlas de aquél, a menudo descuajando el bosque por diversos procedimientos, para dejarlas a merced de la inseguridad y precariedad inherentes al cultivo cerealista. De ahí que en tiempos de Felipe II tuviese lugar ya una destrucción a gran escala de bosques, lo que advierte del carácter más político que técnico, o agronómico, del asunto.
En el presente la idea tópica es que los frutos forestales sólo se han de aprovechar en la montanera, para el engorde de los cerdos (aunque hoy sólo el 15% de la cabaña porcina se ceba con bálanos) pero, como se ha dicho, hasta hace muy poco la bellota era tomada por los seres humanos, incluso en la forma de pan. Las investigaciones de Daniel Pérez, realizadas sobre todo en el País Vasco, así lo certifican.
Añade Daniel Pérez que en Euskal Herria se han hallado molinos de mano, probablemente destinados a molturar bellota, ya en el segundo milenio antes de Nuestra era. Hasta hace unos pocos decenios, la de encina ha formado parte de la dieta humana en el área del municipio vizcaíno de Munitibar, en Hondarribia, monte Ernio y Ataun, así como el noroeste de Navarra. La de roble se ha comido por las personas en varios territorios vizcaínos, de Mungia a Erandio, y navarros, en particular en la comarca de Estella y en el centro sur, en La Ribera, sin olvidar el magnífico robledal de Izkiz, con 3.500 ha en la actualidad, bosque que se salvó de la tala probablemente porque las gentes que lo habitan debieron combinar hasta hace poco en su nutrición la bellota con los productos agrícolas. Se tomó aquélla cruda, cocida con muy variados aliños dulces y salados, asada (si es entre cenizas, se desintoxica mejor de los taninos), en la forma de “café” y como harina, que se mezclaba con la del maíz, para hacer talos, y la de trigo, para elaborar pan. Agrega dicho autor que “hemos tenido gran dificultad para recoger información sobre este tema ya que la bellota ha sido y es un alimento que el vasco aún tiene vergüenza de admitir que ha consumido”, aserción extensible a todos los territorios.
En algunos lugares incluso se extraía aceite de las bellotas (el 8% de su peso es grasa), que se tenía por eficaz contra la alopecia, mientras que en otros se llegó a hacer cerveza con ellas. Entrañable era, en los territorios sureños peninsulares, la práctica de “el calvote”, o reunión familiar y vecinal en torno al fuego para asar bálanos, contar historias, reírse todos juntos y pasarlo bien hermanadamente, práctica que la introducción de la televisión liquidó, como tantas otras de carácter comunal y fraternal. En estas zonas se tomaban en la forma de gachas, tortilla, migas, chocolate de bellota, turrón, galletas, licor e incluso bombones, sin olvidar su panificación, una vez que eran tratadas para mejorar su palatabilidad, si era necesario.
Aquí sólo se enumerarán los fundamentales obstáculos estructurales y edafoclimáticos que se oponen a la drástica reducción de los cultivos y a la expansión del bosque y los pastizales. En primer lugar, la subordinación, cada vez más rígida del mundo agrario a los intereses estratégicos del aparato estatal. Está, así mismo, la consideración de la tierra como capital, en vez de como medio de vida y parte fundamental de la naturaleza. La concentración de la población en las ciudades es otro impedimento de primera magnitud, por lo que hacer “sostenibles” a aquéllas, como quiere la consigna de moda, es mantener un estado de cosas funesto en lo medioambiental. Otro factor en contra es el actual régimen de adoctrinamiento de masas (sociedad de la información y el conocimiento), que al impedir la formación libre de la conciencia grupal e individual imposibilita la exacta comprensión del problema. La influencia cada día mayor de la agronomía académica, politicista e irracional en casi todo, se suma al número de los inconvenientes principales.
Por último, el agotamiento mismo de la naturaleza lo hace aún más difícil, pues con suelos desestructurados y una pluviosidad tan declinante como extremista17 es problemático forestar con especies autóctonas (no sólo con quercíneas, pues se ha de evitar cualquier expresión de productivismo) los 20 millones de ha que serían necesarios. Eso sin tener en cuenta el progreso de “la Seca” (el tan misterioso como letal padecimiento de las glandíferas), así como la mengua en cantidad y calidad de casi todas las especies de la flora silvestre, también de las que pueden nutrir a los seres humanos. Por tanto, se ha de sostener que una transformación integral suficiente del actual orden es la precondición necesaria para aplicar remedios prácticos a los males denunciados lo que, en cualquier caso, exigirá fatigosos esfuerzos durante un dilatado periodo de tiempo, generación tras generación.