Consumo de bellota en la antigüedad
Hoy el cereal, el trigo para el consumo directo, y el maíz y la cebada para el indirecto, una vez convertidos en productos cárnicos y en lácteos, son componentes esenciales de la dieta en Occidente. Llama la atención que una especie tan problemática como el trigo (aunque se tiene por el panificable más nutritivo lo cierto es que esquilma los suelos y tiene rendimientos relativamente bajos) se haya elevado a efectos edáficos menos funestos; de la prolífica cebada, bastante panificada en la Alta la categoría de cereal estrella, por encima del centeno, que es muy alimenticio y de Edad Media, y de la modesta avena, junto con la escanda y el mijo, consumidos por los seres humanos desde hace milenios en la península Ibérica. Fueron, sin duda, motivos políticos y de cosmovisión, no nutricionales, los que auparon al trigo, primero demandado por ser el alimento por excelencia de las legiones romanas, después de los ejércitos permanentes y las Armadas, luego tomado por las clases altas para distinguirse de la plebe, y finalmente exigido por los modestos para asemejarse, en su dieta, a los poderhabientes.
Estrabón informa que los pueblos peninsulares prerromanos “las tres cuartas partes del año... no se nutren sino de bellotas, que secas y trituradas se muelen para hacer pan, que puede guardarse durante mucho tiempo”, información corroborada por otro autor latino, Plinio, quien aporta que las bellotas se consumían panificadas, pero también tostadas entre cenizas y de otras maneras.
Una confirmación arqueológica de tales aserciones se da a conocer en “Molienda y economía doméstica en Numancia”, A. Checa y otros, en “IV Simposio sobre los Celtíberos. Economía”. F. Burillo (Coord.). En la ciudad heroica la mitad de los molinos de mano encontrados se destinaban a la preparación de harina de bellota, pero ésta, muy probablemente, se consumía también cruda, cocida y asada. El territorio de este pueblo es descrito por los autores clásicos, Apiano y Tito Livio, como muy boscoso (cuando hoy padece de una falta de arbolado tremenda), y el mismo Estrabón informa que los celtíberos eran “numerosos y ricos” a pesar de vivir en un país “pobre”, esto es, montañoso y frío. Tal se debe, indudablemente, a que gracias a su dieta en gran medida arbórea mantenían en buenas condiciones el medio ambiente, el clima y los suelos agrícolas. En efecto, conocían la agricultura (la mitad de sus molinos de mano molturaban grano), hacían cerveza de cereal y algunos de sus cultivos frutícolas se hicieron famosos, tanto como sus ganados, en particular los caballos y el vacuno. Además, eran unos metalúrgicos fabulosos.
Demográficamente fueron potentes, como lo prueba, primero, que durante más de cien años mantuvieran sin decaer el choque con el aparato militar romano, al que infringieron pérdidas humanas cuantiosas y, segundo, que la investigación arqueológica evidencie que sus poblaciones eran muchas y populosas. La Celtiberia es, en definitiva, un caso concreto que refuta el mito interesado de que sólo la agricultura puede alimentar a sociedades con una alta densidad demográfica.
El medioevo ha legado varios ejemplos iconográficos del aprovechamiento de la bellota. Uno se encuentra en una arquivolta de la magnífica portada de la iglesia románica concejil de San Esteban Protomártir de Hormaza (Burgos), erigida hacia el año 1200. En su mensuario, el mes de noviembre representa la recolección de la bellota, mientras que julio y agosto muestran la siega y el acarreo del cereal, lo que pone de manifiesto un sensato y equilibrado régimen alimenticio popular fundamentado en la combinación de recolección y cultivo. Otra expresión concreta se halla en la hoy ermita románica, también concejil, de San Pelayo, en Perazancas (Palencia), de finales del siglo XI, edificio con interesantes restos del arte de repoblación. En su interior ostenta un excelente, aunque deficientemente conservado, conjunto pictórico que, en el friso inferior, contiene escenas de quehaceres rurales, como parte de lo que fue un mensuario. En él, octubre queda plasmado por la recogida de la bellota, mientras que otros meses están dedicados a las labores del cereal y a la vendimia, o al aprovechamiento de las plantas no cultivadas.
Los fueros municipales, expresión escrita del derecho consuetudinario de creación popular, otorgan protección jurídica al arbolado y los bosques. Un ejemplo de ello es el de Salamanca (la copia que ha llegado a nosotros es de la segunda mitad del siglo XIII pero lo esencial de su contenido es anterior, de los siglos XI-XII), que defiende “todos arbores que fructo levan de comer”, entre los que cita los castaños, las encinas y los robles (título LXXXI), aserción de una gran importancia, pues se refiere a la alimentación frutícola humana, con la bellota del roble dentro de este rubro.
En ese y otros títulos el fuero prohíbe descortezar, cortar y quemar los árboles. Tales mandatos se encuentran también en otros fueros municipales y cartas de población, cuyo análisis se realiza en “La protección ecológica en la Castilla bajomedieval”, María Jesús Torquemada. La ya definitiva derogación de la soberanía municipal y, por tanto, de la legislación foral, por la revolución liberal y constitucional estableció las condiciones jurídicas para la destrucción a descomunal escala de nuestros bosques, desde 1812 hasta el presente, dado que el progresismo, por su propia naturaleza, no es proteccionista sino devastador.